Si a escasos años de concluir el milenio anterior Jean Baudrillard aún ponía en duda la capacidad de seducir de la fotografía, no puede extrañarnos mucho el que Charles Baudelaire, en un ensayo de 1859, hubiese advertido del peligro que representaba este invento para la literatura, de la cual, opinaba, la imagen fotográfica no debía ser sino “una muy humilde sirvienta”. Ello, cuatro años después de que el reverendo Charles L. Dogson hubiera comprado su primera cámara fotográfica; y cuatro años antes de que, bajo el seudónimo de Lewis Carroll, escribiera Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, los libros en inglés más citados después de las obras de William Shakespeare.
Lewis Carroll, de quien este próximo mes de enero se cumplen 120 años de su desaparición, forma parte así de la primera generación de aficionados que exploraron la fotografía como trabajo de arte; y junto con Julia Margaret Cameron y Clementina Hawarden, fue quien mejor retrató el vivir de la sociedad victoriana en la intimidad, consagrándose simultáneamente a un sector en especial, el de las niñas, a quienes dedicó no sólo el grueso de su producción —unas 3.000 fotografias— sino la mayor parte de sus escritos.
De hecho, ya en sus primeros intentos fotográficos en la decanía de Henry George Liddell, quienes aparecen contra una esquina del paisaje son las hijas de este reverendo: Lorina, Alice y Edith. Ellas serán desde entonces el principal objetivo del objetivo de Carroll, quedando Alice apresada además en la otra superficie, la de la página o el espejo de Alicia.
Gilles Deleuze en su Logique du sens, al medir la distancia que separa el lenguaje de Carroll del de Antonin Artaud, utiliza la piel como alegoría. El de Artaud queda para él “tallado” sobre ella, en tanto que el de Carroll es absorbido por esta envoltura; como Alice Liddell por la placa de colodión utilizada en el proceso fotográfico de la época, y como el cuerpo de Alicia por el espejo que la proyecta hacia el otro lado del cuarto.
Así, el lenguaje fotográfico y el textual fusionan momentáneamente a las dos Alicias sobre la placa y el espejo, a fin de inscribirlas en la fotografía y en la página; de ahí que sea el instante cuando aquellas superficies colapsan para apresar a las niñas, donde posiblemente resida la conexión más certera entre fotografía y literatura en la obra de Lewis Carroll.
Al colapsar la superficie como imagen, el mundo “pierde su sentido”, nos indica igualmente Deleuze. Las fronteras entre realidad y ficción, entre lo permitido y lo prohibido también se borran entonces, y en el caso de Lewis Carroll la forma como tal desaparición se manifiesta en la obra es lo que nos fascina. Los textos, porque bajo el aparente candor y sencillez de muchos de sus personajes, el autor travistió las mezquindades y temores de la sociedad de su época vengándose consecuentemente de quienes lo habían ignorado o despreciado. Y las fotografías, porque cada imagen nos habla de la obsesiva atracción del fotógrafo hacia las niñas, que seducía con su ingenio a fin de ganarlas para la cámara oscura.
En 1856 Carroll empieza a fotografiar a Alice Liddell, quien tenía solo cuatro años de edad, con sus dos hermanas o sola: de perfil sentada en una silla, como mendiga mirando desafiante a la cámara, con una corona de flores puesta a simbolizar la magia de la infancia que, tal cual indica el autor mismo en el poema inicial de Alicia en el país de las maravillas, “se marchita” al ellas crecer.
Por eso Carroll muy raramente fotografió a las niñas una vez que dejaban de serlo. Solo Alice, ya casada años después, le haría volver sobre su imagen; quizás para intentar recobrar parte del nexo, roto entre los dos cuando, en 1863, su madre le prohibió seguirlo viendo y destruyó, además, todas las cartas que él le había enviado. El autor transformó entonces a la señora Liddell en la ambiciosa y sanguinaria Reina de corazones, del modo como su esposo, quien siempre consideró a Carroll inferior a él, quedó convertido en el timorato y cobarde Rey rojo de Alicia a través del espejo.
En el acto de grabar sobre la página y la placa los contornos del cuerpo de Alicia, Lewis Carroll consumó para la literatura y la fotografía su urgencia por detener ese mismo tiempo, a fin de suspender a las niñas en un espejo donde nunca irían a crecer, alejarse de la infancia y, por ende, abandonarlo. De ahí que su estudio fotográfico, construido sobre el tejado de uno de los edificios de la Universidad de Oxford, fuera una gran habitación de cristal en cuyo interior buscó encapsular la infancia de sus protagonistas.
Si nos ubicamos como espectadores, advertiremos el poder que las fotografías de Lewis Carroll tienen para aislar a las niñas del parque, el jardín y la casa. Los retratos buscan separarlas del mundo; las hacen inalcanzables al tacto pero al mismo tiempo las preservan de la corrupción y el desgaste. Ellas están calladas, sumergidas en un silencio doble proveniente tanto de la naturaleza de la imagen como de la estudiada composición en que su artífice las coloca: generalmente solas y apoyadas contra una pared o un muro, sostenidas por el peso de una mirada a veces triste o abstraída, nunca sonriente, y de un objeto al cual se aferran –sombrero, juguete, mueble, libro– a fin de no perderse en el viaje hacia el otro lado del espejo, es decir, hacia las profundidades de esa caja negra desde donde el fotógrafo las observa.
Las niñas entraron pues al país de Alicia cruzando por la mirada de Carroll. Después, algunas de entre las escogidas, encerradas con él en el cuarto oscuro durante el lento proceso de revelado, contaron con el privilegio de ver cómo su propia imagen iba apareciendo en el papel. Pero Lewis Carroll nunca retocó ninguna de sus fotografías; como si con ello hubiese temido violar la imagen más allá de lo permisible. Incluso criticó repetidamente las “cabezas fuera de foco” en los retratos de Julia Margaret Cameron.
Para él el realismo era fundamental al momento de revelar la foto. Su escritura, sin embargo, se nutrió de lo fantástico e irreal, siendo más bien el instrumento para lograr la fotografía, es decir, para seducir a las niñas y atraparlas sobre esa superficie más frágil, desde donde ellas lo sedujeron a su vez y nos seducen a nosotros eternamente.